viernes, 20 de mayo de 2011

La danza blanca y el cielo negro



Observaba, con los dientes afilados y ávidos, la nocturnidad de la calle: El silencio, la luz blanca de las farolas y el dibujo rugoso de los árboles deformes. La intimidad que se filtraba por las ventanas de los edificios, desbordaba su calidez hasta tocar con mi cuerpo que era, por esas horas, nada más que un frío espectro.

Hervía la sangre mis ojos de insecto. Yo era un extraño ser de piel dura, impermeable a la condensación de los espejos de los baños, al irritante y preciso timbre de los despertadores, al ritmo de las conversaciones banales o a la melodía de cualquier acto cotidiano. La calidez de lo que sucedía allí arriba hacía aún más sórdido el espectáculo que estaba a punto de comenzar abajo.

Trigo me miraba con sus ojos opacos y negros sentado sobre la acera. Interrumpiendo el habitual camino de vuelta a casa, lo había atado a una farola y me había quedado a su lado de pié, inmóvil. Al principio había arrugado varias veces el dorado pelo de encima de los ojos en señal de desconcierto, pero este gesto pronto se había disuelto en un lánguido bostezo. Curiosas almas las de los perros, pensé. Mientras Trigo, probablemente no pensaba nada.

La densidad metálica de aquel instante no pesaba sobre su mirada hueca. Sin embargo, ahora había avanzado lentamente dos pasos hacia la carretera, y la euforia me recorría como una ducha de hilos fríos y afilados. Ahora me sentía como un imán hacia en cual apuntaban todas las cosas, e incluso Trigo me observaba fijamente.
Desaté el placer anudado en los cordones de mis zapatillas de deporte, que cayeron blandamente. Después arrojé con ímpetu los tenis hacia atrás y contagiándome de esa energía me desprendí también de los calcetines.

Mis pies desnudos se me hacían extraños. Delicados fantasmas, sensibles y blancos sobre el asfalto oscuro y grasiento. La carretera se extendía bajo mis pies, como una gran masa negra recalentada, barnizada por la humedad de la brisa nocturna.
Mis pasos se deleitaban por el terreno peligroso, cada vez más rápidos pero sin perder el tono, sin perder un milímetro de la atención en cada uno. Era mi danza blanca en la noche, a cada paso mis pies besaban el turbio suelo, manchándose de la amalgama pringosa de mugre, aceite de coche y petróleo derretido. Empapándose de la ciudad misma,

Mi blanco cuerpo se desfiguraba en aquel sórdido baile agitando mi espíritu como luchando por romper la negra piedra que pesaba dentro. Los golpes de la piedra en mi pálido cuerpo y la imagen de Trigo, con su ingenua alma animal, alzando su cabeza sobre la ciudad inerte, me hicieron sentir por un momento, el equilibrio de todas las cosas.