Sentada
frente al teclado del ordenador, con un nudo en el pecho, pensaba en cómo
deshacerlo; en cómo rescatar algo de aquellas ideas deshechas y entretejidas en
los hilos del tiempo blanco. Se trataba de una tarea compleja pues parecía
imposible distinguir el principio o el final del hilo firme y pálido que apretaba
aquella bola enmarañada. Por si fuera poco, tenía la impresión de cuanto más
pensaba en cómo deshacerlo, más se comprimía. A menudo, esa opresión en el
pecho le hacía abandonar cualquier intento de expresión, cualquier intento de
huida, igual que la mano se aparta de las llamas en cuanto siente que la queman.
Se
encontraba en un punto sostenido en el vacío, en un silencio, en una falta se
sí misma pues cada una de sus ideas era atrapada y absorbida por el nudo. El
tiempo era un minuto ocioso eternamente prolongado. El suelo, de cal y
cansancio, la atraía con su magnetismo opaco cada vez que había logrado levantarse
y hacía que sus piernas temblaran. Una vez en el suelo, se dejaba absorber. La
rendición total. Huesos sin resistencia. Entonces experimentaba un placer vago
y difuminado, como un pañuelo impregnado en cloroformo, que era seguido por una
melancolía igual de difusa e inasible y de principio y fin desconocido.
“Habla de
cosas concretas”, pensó. “Habla de un carrete de hilo rojo como la sangre, de
una caja de cerillas vieja con los bordes totalmente desgastados, de un gatito
negro asomado a la puerta, con sus ojos amarillos y fijos”. “Usa verbos”,
pensó, “Nadie quiere dormirse en una página de adjetivos sobre tu incapacidad
de escribir“. Alguien tiró del hiló y el carrete rojo se desenrolló bruscamente
como el galope de un caballo y de la caja de cerillas vieja cayeron fósforos
consumidos de frágiles cabezas negras. El gatito temeroso se escondió tras la
puerta y la dejó sola con su silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario